
9.1.17
Schola Caribica: una escuela de composición del Caribe colombiano

F. Lequerica: Fragmento de Curura (sobre una melodía
de José Lara),
del Cancionero Caribe, op. 55 (2015)
Desde la
costa atlántica colombiana, los compositores Adolfo Mejía (1905-73) y Francisco
Zumaqué (*1945), pertenecientes a las generaciones pioneras de la música
sinfónica en el país, fueron alumnos de Nadia Boulanger (1887-1979). Recordemos
que la maestra Boulanger fue una educadora francesa sin parangón en la historia
del siglo XX, cuya carrera abarcó siete décadas y cuyo alumnado,
preponderantemente nativo del continente americano, constituye un elenco
impresionante que se extiende sobre varias generaciones: Copland, Menotti,
Villa-Lobos, Piazzola, Glass, Carter, Nørgård, Gershwin, Baremboim, y hasta
Quincy Jones, por no mencionar a los otros 1200 alumnos que pasaron por sus
clases privadas de composición antes de desarrollar carreras ilustres en aquella
disciplina. A diferencia de maestros contemporáneos como Messiaen o Stockhausen
(éste último, alumno del primero y profesor de mi profesor, Michel Gonneville),
el estilo pedagógico de Boulanger no buscaba impregnar al alumno de la visión
del profesor sino hacerle tomar conciencia de su propia individualidad y
esencia compositiva. En este aspecto, he de agradecerle al maestro Gonneville
el hecho de nunca haberme impuesto sus soluciones compositivas, así como el de
haberme preparado con rigor técnico.
Gracias
a este enfoque, los alumnos de Boulanger se convirtieron en pioneros destacados
en sus propios países y muchos de ellos fundaron escuelas de composición y
cánones de expresión sonora muy ligados a sus raíces culturales y a la
expresión popular en general, dentro del contexto de una pluralidad estética y
de una técnica moderna, ecléctica e impecable. El efecto de las músicas de
Copland en EE UU, de Piazzola en Argentina y de Villa-Lobos en Brasil fue
decisivo como forja de identidad de sus respectivas culturas. Sin embargo, en
nuestra región, la obras de Mejía y de Zumaqué, aunque indiscutiblemente
geniales, se toparon con un contexto sociocultural y político poco apto al
florecimiento de sus aportes.
Mientras
los mencionados compositores transformaban las realidades culturales de sus
naciones, las obras de los compositores colombianos, y en especial las de los
costeños, caían en el olvido mientras el país, sumido en viejas pugnas,
desaprovechaba la oportunidad de rehabilitarse a través de un arte con envergadura
y proyección social en el marco de una visión cultural progresista e inclusiva.
Han tenido que pasar cuarenta años desde del fallecimiento del maestro Mejía en
1973 para que su obra haya empezado a ser explorada con el rigor y el criterio
musicológico que requiere, gracias a las labores de investigación que se llevan
a cabo en UNIBAC. El jazz costeño en general, en manos de artistas como la
cartagenera Melissa Pinto o el barranquillero Nacho Nieto, ha tenido mejor
suerte que la música sinfónica y ha extraído del folclor una plétora de
recursos que se han adaptado a la semántica esencial del jazz con un rotundo
éxito y una innegable originalidad que atrae mucho interés en el extranjero.
El
Caribe colombiano se encuentra en un momento clave de su desarrollo sinfónico.
En la última década han venido apareciendo orquestas y ensambles de diversa
índole, han llegado festivales internacionales con sus respectivas nóminas, se
han creado nuevas escuelas, semilleros, facultades e iniciativas, y el nivel
técnico ha empezado a mejorar considerablemente, emparejándose poco a poco con
el del interior del país. Aunque el desarrollo resulta aún insuficiente en esta
etapa, su mejora es inevitable, y el momento parece propicio para el
planteamiento de una escuela compositiva comparable con las ya mencionadas en
otras naciones del continente, seriamente comprometida con estar a la altura de
la tarea de continuar legados como los de Mejía y Zumaqué. Esto implica una
reapropiación musicológica exhaustiva y cumulativa de nuestras raíces musicales
a la imagen de los preceptos de la maestra Boulanger o como lo demostró
magistralmente Béla Bartók. En un contexto con tan poca experiencia sinfónica
como el de nuestra región, aún pueden existir ciertas ventajas para un
compositor: aquí, la estupenda fenomenología musical de Celibidache (una
extensión zen de Husserl) es completamente posible, así como resulta viable
darse al Arte sin el trauma del postmodernismo, sin el serialismo totalitario y
demás experimentos para vaciar salas de concierto, en fin, sin todo el blasé (esa apatía estética propia de lo
culturalmente decadente y de difícil traducción) al que las academias europea y
norteamericana han sucumbido hoy día. Curiosamente, a través de la tormenta del
serialismo integral de la posguerra, el ejemplo de Bartók fue la principal
brújula para muchos eclécticos que se situaron al margen de la lamentable pelea
entre serialistas y “todo lo demás”, empezando por Ligeti.
La
primera obra de Ligeti que sonó en el Caribe colombiano fue uno de los Estudios del 1er Libro, interpretado por Raymi Utria – quien en ese
momento era uno de mis estudiantes de la cátedra de piano acústico de la
Universidad Reformada de Barranquilla – en un contexto académico y por
insistencia mía. Fue en 2014 y, que yo sepa, sigue siendo un caso aislado. En
realidad, aquí ni han tocado a Mahler todavía: el atraso cultural (y por ende
perceptivo) es secular. No obstante, así como John Cage escogió exiliarse en un
recóndito bosque para poder entregarse a la creación sin interferencias
culturales, las que vivimos ahora podrían ser condiciones idóneas para la
construcción de un modelo propio que evite lo específicamente euro-centrista y
lo clasista en su propuesta, buscando ser ante todo un fenómeno orgánico y útil
para todos: un sistema que apareciese desde cero y se fuese desarrollando con
contribuciones válidas tanto para la cultura regional como para la universal.
Esta podría ser la fuente de la que algún día beban los europeos, cuando hayan
comprendido que la sala de conciertos no puede convertirse en un lugar para el
onanismo críptico y elitista cuando hay gente desangrándose del alma a
borbotones y reggaetoneros dominando manu militari los tímpanos del mundo –
ello sería un acto de irresponsabilidad repudiable, como generalmente lo han
venido siendo la composición europea y norteamericana desde la posguerra, con
notables excepciones – los Vivier, Schnittke, Pärt y Haas de este mundo, entre
otros pocos, casi todos ellos rescatados por Ligeti de alguna u otra manera.
Mientras
el público allá se ha ido perdiendo, acá nunca ha llegado a existir; el arte
compositivo que se enraíce en nuestra región debe tener la misión enfática de
crear ese público. No obstante, existe en este momento una proliferación de
postmodernismos áridos en la praxis compositiva de Colombia que están calcados
sobre los dictados de la música académica europea y norteamericana de la
segunda mitad del siglo XX. El lenguaje, el discurso, la estética, la gramática
musical, la forma, los timbres – todos son reciclados y estériles, fuera de
contexto. Cualquier referencia al folclor nacional en la academia se ve
confrontada a lo mejor con el ridículo, a lo peor con la indiferencia, aunque
invariablemente con algún grado de sospecha y desaprobación. Es como si adoptar
elementos folclóricos fuese un tabú de talla que nos impidiese cada vez más la
exploración de nuestras raíces y, consecuentemente, el éxito de nuestra
construcción identitaria sinfónica. Tomar como modelo a escuelas que se
desmoronan al otro lado del océano y que se fosilizan en academismos utópicos
sin conexión con un público hambriento de significado y de lo sublime – aquello
es una actitud suicida por parte de cualquier entidad cultural. Es como si,
habiendo un pueblo evitado milagrosamente una epidemia de orden mundial,
anhelara a despecho resultar contagiado: un claro síndrome de la poscolonia.
La
música académica nueva que se componga en la costa debería de plantearse como
un proceso paralelo al de sus procesos sinfónicos, y sería ideal que ambas
evoluciones estuviesen orgánicamente relacionadas en pro del arte social y no
se empantanasen con las tan dañinas politiquerías que nos pueden llegar a
caracterizar. Para emprender esa visión, se requiere un repertorio adaptado a
la técnica de los músicos locales, que vaya tomando forma y peso a la par que
se ensanchan los horizontes culturales de quienes que lo interpreten. También
hace falta que los procesos pedagógicos de la región, pequeños y grandes sin
distinción, manifiesten en sus currículos su interés y su compromiso por
fomentar la composición de música nueva, hecha a medida para las necesidades y
limitaciones del presente y evolucionando con sus vicisitudes, de una música
apta para la pedagogía regional tanto del músico como del público costeño, para
la creación de un entorno sonoro significativo, diseñado con una visión
transversal de la sociedad y de sus posibilidades. De igual modo, se requiere
en nuestra región la fundación de un archivo musical general e incluyente, que
se ocupe de documentar progresivamente el desarrollo cultural de todos estos
emprendimientos y de asegurar su accesibilidad, su sostenibilidad y su impacto
en su sociedad y en su tiempo, notablemente a través de la edición musical
crítica y de actividades varias como talleres, monografías, conferencias y
concursos de composición.
Como
modelo para esta escuela de composición, llevo trabajando más de 7 años en la
elaboración de un repertorio variado, que cuaja principalmente en una
recomposición (no se trata solamente de una reorquestación) para orquesta de
cuerdas del tema de gaita titulado Curura,
compuesto por el maestro José Lora y tradicional de la sabana de Bolívar. A
partir de ese modelo técnico y estético, he compuesto una serie de obras para
varios formatos, tanto sinfónicos como de cámara, así como he incursionado
recientemente en la música sacra. En 2014, compuse la ópera El Capitalista, de un solo acto y con
texto propio, la cual combinaba un formato clásico de cámara grande con gaitas
y percusiones costeñas. El lenguaje combinaba lo contemporáneo – lo que aprendí
afuera, con lo autóctono – lo que supe antes de aprender. Me deshice de la
retórica postmoderna (o de esa modernidad
líquida que definía el recientemente desaparecido Zygmunt Bauman), del
virtuosismo sin propósito, de tecnicismos que ni se escuchan, y descubrí que
todavía se puede escribir música honesta.
Entre
mis proyectos está el de escribir un concierto para gaita hembra y orquesta
sinfónica, un concertino para flauta de millo y orquesta de cámara, de usar la
tambora o la guacharaca como se usan los instrumentos orquestales, de
mezclarlos con ellos en nuevas combinaciones, de explorar los ritmos y los
giros melódicos tan particulares de nuestras raíces mestizadas, de forjar una
suerte de realismo mágico musical, que pueda servir para curar las heridas
sociales que nos acechan y nos impiden progresar como sociedad, que dé
esperanza y ejemplo, que inspire a los más pequeños a ser músicos algún día y a
los más grandes a practicar su arte con fervor. Se ha comprobado que la música
como herramienta social es profundamente benéfica y enriquece la forma de
pensar de quien la ejerce, que tiene efectos neurológicos insospechados, por lo
que es necesario empezar a plantear desde ya –colectivamente, en el respeto y
la inclusión – el uso de la música en nuestra sociedad.
El
compositor cartagenero Luis Jerez Zurita (*1986), egresado de UNIBAC y
aspirante a la maestría en la EAFIT de Medellín, ha tenido un claro sentido de
pertenencia en su producción musical y se ha arriesgado a usar esta declinación
estilística en contextos donde no siempre es bien aceptada. Quien escribe,
Francisco Lequerica (*1978), cartagenero, quedó mencionado oficialmente como ganador
suplente en el Premio Nacional de Música 2015, sin recibir premio, estreno u
explicación alguna, con Kuien Uákai,
una obra sinfónica para gran formato que incorporaba elementos autóctonos y una
temática indígena, mientras que la obra que ganó el primer premio, del
bumangués James Díaz, egresado del Conservatorio Nacional y con su profesor
entre el jurado, exhibía un catálogo de técnicas contemporáneas sin digerir y
una temática cósmica, claramente inspirada del postmodernismo europeo. Hay algo
en la idiosincrasia actual del gremio en el interior de Colombia que reviste el
carácter del émulo, del que pretende crear sin tomar riesgos, del que carece de
originalidad, de individualidad, de pertenencia y de fuerza en sus propósitos
porque esencialmente están calcados sobre lo ajeno, sobre lo ya inútil, sobre
lo doblemente inútil donde ni hay público para percibirlo. Por eso, esas
músicas suenan tan huecas y no forjan naciones (añado aquí que el Quebec sigue
siendo provincia); por eso, al maestro Mejía lo han tenido que descubrir dos
veces.
En
diciembre de 2016, la Orquesta Sinfónica de Bolívar dio un concierto con los
Gaiteros de San Jacinto en Bellas Artes de Cartagena; aunque la experiencia
quedó un poco corta de repertorio, la iniciativa es del todo loable, porque con
ella se demuestra que en la costa la academia, aunque tiene defectos endémicos,
no los importa desde afuera, no sufre de postmodernismos decadentes ni le huye
sistemáticamente a sus raíces. Ese concierto, con arreglos de Luis Jerez,
señala el camino a seguir para la estética musical de los compositores
costeños, para que paulatinamente se vaya moldeando un lenguaje común desde el
cual cada compositor pueda formular su personalidad individual y aportar así a
la colectividad. Si el excéntrico Glinka y luego el Grupo de Balákirev (Могучая кучка) pudieron construir el imponente
patrimonio cultural que equivale la música rusa
(considerando el estado musical de Rusia en el siglo XIX), no hay razón alguna por la cual en el Caribe colombiano, en pleno
siglo XXI y con el derroche de talento y el movimiento económico que hay aquí,
no se pueda elaborar una escuela de composición de dimensiones y de
consecuencias históricas. Preservar y desarrollar, valorar lo nuestro,
escucharse, documentar, inspirar, sanar, buscar lo sublime y lo eterno: estos
han de ser los mandatos de los compositores del Caribe colombiano.
¡Larga
vida a la Schola Caribica!
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